martes, 31 de julio de 2007

4, inciso de 3






Soñó que amaba a la mujer. Vivía con ella en otra isla diferente, llena de luz, tibia, de aguas transparentes. Era una parte del mundo que aún no había sido descubierta por la civilización atroz.

La mujer tenía labios, pero igual no hablaba, era sumisa. Y él besaba esos labios, y le daba uso a la lengua, y se enredaban de placer, jugando a las serpientes.

Despertaban bajo la sombra de un árbol extraño que producía un fruto duro, de cuyo interior podía sacarse una carne blanca y un agua dulce, exquisita. Se bañaban desnudos en el mar. El silencio era el sonido profundo de las olas, su bostezo contra la arena. Allí, él estaba libre de pensar en la muerte. La muerte no era su fin último, y le alegraba no tener que ser un samurai.

Eran felices. Sus huellas en la arena, al atardecer; la caricia de la mujer frente a la fogata; las piernas que se subían a su pierna; los ojos melancólicos de ella; su cuerpo de aceites finos; los jugos, el sudor, el bramido del mar. Eran felices.

Quisieron una familia. Se afanaron. Ella quedó embarazada.

Desde la profundidad del bosque exótico venían animales desconocidos y les presentaban hermosos tributos. Oro, frutas, verduras, raíces, espejos. Algunos se quedaban allí, regalándose al sacrificio del hombre.

Eran felices, y el abdomen de la mujer se abultaba. Él quería tener una familia, él quiso regresar a su origen, a sus raíces, a su esencia. Quería volver a ser samurai, y una felicidad completa.

Una noche, la mujer dio a luz un hijo. Se bañaba bajo la luna, y el niño salió sin dolor alguno. Cuando lo sacó del agua, el niño tenía los ojos abiertos. Lloró sólo por cumplir el ritual, por necesidad física, para ensanchar sus pulmones. Pero no por dolor, no por miedo. Había nacido de la mejor manera, rodeado de amor.

La pareja y los animales exóticos lo cuidaron con celo. Sobre todo aquel que se hacía llamar Danta, y era hembra, y era mágica, una bruja madre. Y el niño fue creciendo bajo el cielo, las estrellas, el sol y ante el influjo benigno de las mareas. Fue creciendo abierto, desnudo, inocente. Fue creciendo animal, que era mejor que ser hombre sin razón... o de razón pervertida. Y él, el que soñaba, se sintió orgulloso. Tenía una familia, se debía a ella, volvía a practicar los principios del boshido. Estaba de vuelta, recogía sus pasos hacia la senda del samurai.

En sus sueños, sabía que soñaba, y no quería despertar.

Y la mujer de labios hermosos, la mujer silenciosa, lo miraba a lo lejos, lo veía sufrir, lloraba.

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