lunes, 6 de agosto de 2007

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La libertad no se puede reducir a tres o cuatro chifladuras de boca, o a teorías ligeras de salón de masajes. La libertad es una confusa prisión de ideas, una cebolla de circunstancias, un juego de espejos rotos. Hace siglos, yo proclamaba mi libre albedrío entre las cadenas de mi vicio. Juraba ser más libre que ningún otro ser humano. Me creía un dios sin ataduras terrenales. Me entregaba a la noche, y vivía y bebía en ella. Pensaba que la oscuridad era mi madre, y yo su vástago consentido. El día era para los esclavos, para los idiotas, para los ineptos de vida. El deber familiar y el trabajo eran para los esclavos. El honor y la dignidad se me antojaban redes para los ignorantes, abalorios amasados en la mente inferior de los idiotas. Y yo me entregaba en mi rebeldía a los excesos. Me di al libertinaje, creyendo encontrar en los abismos las sonoridades del alma, poesía de la evolución. Quizás sí, no lo voy a negar. Quizás al principio encontré belleza, quizás en algún instante fui libre. Pero no supe detenerme a tiempo. Al contrario de Orfeo, yo no supe voltear. Como aquel personaje de algún cronicón menospreciado, no supe convertirme en estatua de sal. Porque yo caía de boca, y sobre mi hombro no se abría el infierno, sino la cómplice belleza de la locura. Cuando la oquedad te llama, lo hace con hermosos cantos de sirena, y tú sigues cayendo, más y más, riendo a carcajadas, burlesco, sátiro… engañado. Y así fui lanza rota, embuchada de su propia sangre. Sangraba, sí, sangraba mi hueso, mi cartílago, mi médula, sangraba mi punta mellada, sangraba de muerte.

En un pasado remoto, en otra vida, mejor decir, tuve hogar, descendencia, salarios y maletas. Tuve la cursi felicidad. Pero no lo sabía. El vértigo del vicio, su luz de peyote, me cegaba. Una noche estalló mi cabeza. Hubo fuegos artificiales dentro de ella. Entre almohadones, rodeado de cuatro paredes, vi cómo el universo se derramaba hacia el vacío. Flotaba mi cuartucho mucilaginoso en medio de las frías corrientes del infierno, barcaza a la deriva, guiada por voluptuosas hechiceras disfrazadas de carontes con pechos apetitosos. Mi mostraban la piel desnuda, sus cavernas húmedas, sus protuberancias, pero cada vez que yo estiraba la mano, interponían sus bocas y hablaban de sus míseras existencias, poseídas por la llama perpetua del resentimiento. Amaneció y volvió a amanecer afuera. El día fue hermoso. Pero dentro de mí ardían los fuegos artificiales con un trasfondo de muro ennegrecido. No había lunas ni estrellas. Apenas sordas explosiones de locura.

Cuando logré salir, el tiempo se había enroscado sobre mi cuello y me apretaba poco a poco, taimada soga de verdugo. Llegué a mi casa. Mi mujer vomitó sus iras. Mostró sus fardos. La niña iba sobre su espalda. Huyó por la puerta, ganó la calzada y se perdió para siempre. Mi mente aletargada, asfixiada, apenas percibió la trágica grandeza del momento. Mi soledad sólo encontró compañías fantasmales. Me aferré al castigo de mis explosiones luminosas. Me hundí, me ahogué. Por fin, al cabo de un desfile de noches tan horrendas como un museo de fenómenos, me desperté. El divino néctar que había bebido, ahora era una derrame ácido que iba desde mi garganta a mi estómago. Tenía ante mí un espejo. Noté las profundas ojeras, mi cara magra, y mi nariz, o lo que quedaba de ella, se hallaba rodeada de un hongo duro y negro. Grité aterrado al ver en lo que me había convertido. Al intentar moverme, sentí los eslabones. Era mi cadena de barro seco, mi segunda piel.

Me costó siglos arrancarme aquella costra. Aún tengo partes cubiertas. Pero soy libre. Ahora recorro los senderos de esta tierra hermosa. Me dicen loco, porque veo nitidez donde hay niebla, porque veo vegetación donde gobierna la aridez, porque encuentro senderos en los bosques malditos. Soy loco y sonrío. Huyo de la muerte, le temo al crimen, abomino de la ebriedad. Soy un cobarde lleno de la valentía de la vida.

Mi vicio es la estúpida sencillez del que va tras los rastros de su inocencia perdida. Me subo a las torres caídas y respiro profundo. Me asomo a los abismos y tiemblo. Y no le aullo a la luna, tan sólo la contemplo.

Algún día encontraré a mi mujer y a mi hija, y les mostraré mi pecho de carne, mi pecho de ser humano que ya no alberga luces ni oscuridades. Sonreiré y no tendré vergüenza de los dientes que me faltan. Aquellos vacíos son el recuerdo de mi esclavitud, los estragos de la perdición.

Mientras tanto, sigo recorriendo estas tierras, contemplando la belleza de los árboles, los riachuelos cristalinos y las verdes colinas que, según muchos, existen sólo para mí.

jueves, 2 de agosto de 2007

5






Más que sentarse, el cosaco se dejó caer con todo el peso de su ebriedad. Siempre con la copa en alto, cuidando su licor. Llamó a varias mujeres, y éstas, ebrias, también se dejaron caer. Sus carcajadas fueron de brujas de bosque, brujas de niebla, brujas desnudas, tumbadas entre hojas secas, entregadas al bukkake interminable de los demonios. Luego de que todos se cansaron de la risa animal, el cosaco empezó a decir:

-Yo puedo ver a los muertos. ¡Oh, sí, yo nací con eso! Por causa de este maleficio, me encuentro aquí, entre ustedes, miserables autómatas, y no en mis queridas tierras de Ucrania. Frente a mí sólo tengo a unos malditos. Los odio, los odio pero también los quiero. De las mujeres quiero sus culos fétidos y redondos, de los hombres sus cuellos indefensos. No saben ustedes, nunca sabrán lo que es ser como yo soy. Yo vi hasta mi propio fantasma. ¡Ah, sí! Una noche, mientras caminaba pisando orgulloso el fértil chernoziom de nuestro campamento, vi a un hombre a la distancia. Aquel hombre me causó gran curiosidad, y me le acerqué. Cabe decir que, a medida que me acercaba, iba sintiendo hacia él un odio sin explicación. Lo odiaba, lo detestaba, me parecía un ser execrable. Cuando al fin estuve frente a él, caí de rodillas y empecé a llorar. Sí, yo el gran otaman de mi pueblo, amado del supremo tabor kozackihetman, yo que escuché en vida la alabanza de mis hazañas en boca de los banduristas, lloré, como una estúpida mujer, como la mujer más vaca de toda este planeta. Luego, al alzar la mirada, comprendí qué me sucedía. Yo estaba viendo mi propio fantasma. El espectro que yo seré se había presentado ante mí. Él no sabía de mi existencia, pero yo sí, yo lo estaba viendo, yo sabía que él era mi futuro más postrero. Vi en él, la herida que me causará la muerte, vi las ropas que usaré ese día, la edad que tendré, no muy lejana a la de ahora. Y no lo crearán, hermanos de miseria, no lo creerán, pero sentí lástima por él, por el espectro, no por mí. No por mí… Ah sí, yo puedo ver a los espectros. Yo vi hasta al espíritu de la Peste en persona. Estaba yo un día a las puertas de Kiev, descansando en la ladera, cuando vi pasar un fantasma que se dirigía a las puertas de la ciudad. Al verlo, tan acostumbrado ya a la presencia de aquellos seres, fiel a mi ánimo rebelde y desconfiado, me le atravesé en el camino y le increpé:

-¿Quién eres, a dónde vas?

Me respondió que era la Peste y que su destino era Kiev, donde se le había asignado cobrar la vida de quince mil hombres, y siguió su camino. Yo me quedé allí, a la sombra de un fuerte olmo, e instalé mi tienda de cacería.

Dos días después, pasó una caravana de seres famélicos, que malamente arrastraban sus bultos. En ellos, parecían llevar sus ansías de vida, que aunque grandes, persistentes, eran pesadas como peñascos de ríos. Ansias de vidas agotadas de luchar en contra de la adversidad.

Me dijeron:

-Atrás ha quedado la ciudad devastada por la Peste, y treinta mil hombres muertos. Treinta mil…

Volví a mi tienda y esperé otros días. Por fin, un atardecer, vi pasar de nuevo al espectro asesino, y le pregunté, maliciosamente, si había matado a los quince mil hombres que me había dicho.

-Sí, maté a los quince mil –me dijo.
-¡Mentirosa! –le grité apretando los puños y escupiendo a sus pies-. Has matado treinta mil.
-No –respondió ella-, yo maté quince mil. Lo demás, murieron de miedo.

No pude evitar reírme a carcajadas. Soy propenso a la risa fácil, en la tragedia y en la fortuna, en la tristeza y en la orgía. La Peste también rió junto a mí. Y yo empecé a gritarle al cielo:

-No tengo miedo, no tengo miedo, a nada le temo, a nada le temo…