jueves, 2 de agosto de 2007

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Más que sentarse, el cosaco se dejó caer con todo el peso de su ebriedad. Siempre con la copa en alto, cuidando su licor. Llamó a varias mujeres, y éstas, ebrias, también se dejaron caer. Sus carcajadas fueron de brujas de bosque, brujas de niebla, brujas desnudas, tumbadas entre hojas secas, entregadas al bukkake interminable de los demonios. Luego de que todos se cansaron de la risa animal, el cosaco empezó a decir:

-Yo puedo ver a los muertos. ¡Oh, sí, yo nací con eso! Por causa de este maleficio, me encuentro aquí, entre ustedes, miserables autómatas, y no en mis queridas tierras de Ucrania. Frente a mí sólo tengo a unos malditos. Los odio, los odio pero también los quiero. De las mujeres quiero sus culos fétidos y redondos, de los hombres sus cuellos indefensos. No saben ustedes, nunca sabrán lo que es ser como yo soy. Yo vi hasta mi propio fantasma. ¡Ah, sí! Una noche, mientras caminaba pisando orgulloso el fértil chernoziom de nuestro campamento, vi a un hombre a la distancia. Aquel hombre me causó gran curiosidad, y me le acerqué. Cabe decir que, a medida que me acercaba, iba sintiendo hacia él un odio sin explicación. Lo odiaba, lo detestaba, me parecía un ser execrable. Cuando al fin estuve frente a él, caí de rodillas y empecé a llorar. Sí, yo el gran otaman de mi pueblo, amado del supremo tabor kozackihetman, yo que escuché en vida la alabanza de mis hazañas en boca de los banduristas, lloré, como una estúpida mujer, como la mujer más vaca de toda este planeta. Luego, al alzar la mirada, comprendí qué me sucedía. Yo estaba viendo mi propio fantasma. El espectro que yo seré se había presentado ante mí. Él no sabía de mi existencia, pero yo sí, yo lo estaba viendo, yo sabía que él era mi futuro más postrero. Vi en él, la herida que me causará la muerte, vi las ropas que usaré ese día, la edad que tendré, no muy lejana a la de ahora. Y no lo crearán, hermanos de miseria, no lo creerán, pero sentí lástima por él, por el espectro, no por mí. No por mí… Ah sí, yo puedo ver a los espectros. Yo vi hasta al espíritu de la Peste en persona. Estaba yo un día a las puertas de Kiev, descansando en la ladera, cuando vi pasar un fantasma que se dirigía a las puertas de la ciudad. Al verlo, tan acostumbrado ya a la presencia de aquellos seres, fiel a mi ánimo rebelde y desconfiado, me le atravesé en el camino y le increpé:

-¿Quién eres, a dónde vas?

Me respondió que era la Peste y que su destino era Kiev, donde se le había asignado cobrar la vida de quince mil hombres, y siguió su camino. Yo me quedé allí, a la sombra de un fuerte olmo, e instalé mi tienda de cacería.

Dos días después, pasó una caravana de seres famélicos, que malamente arrastraban sus bultos. En ellos, parecían llevar sus ansías de vida, que aunque grandes, persistentes, eran pesadas como peñascos de ríos. Ansias de vidas agotadas de luchar en contra de la adversidad.

Me dijeron:

-Atrás ha quedado la ciudad devastada por la Peste, y treinta mil hombres muertos. Treinta mil…

Volví a mi tienda y esperé otros días. Por fin, un atardecer, vi pasar de nuevo al espectro asesino, y le pregunté, maliciosamente, si había matado a los quince mil hombres que me había dicho.

-Sí, maté a los quince mil –me dijo.
-¡Mentirosa! –le grité apretando los puños y escupiendo a sus pies-. Has matado treinta mil.
-No –respondió ella-, yo maté quince mil. Lo demás, murieron de miedo.

No pude evitar reírme a carcajadas. Soy propenso a la risa fácil, en la tragedia y en la fortuna, en la tristeza y en la orgía. La Peste también rió junto a mí. Y yo empecé a gritarle al cielo:

-No tengo miedo, no tengo miedo, a nada le temo, a nada le temo…

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