lunes, 6 de agosto de 2007

6






La libertad no se puede reducir a tres o cuatro chifladuras de boca, o a teorías ligeras de salón de masajes. La libertad es una confusa prisión de ideas, una cebolla de circunstancias, un juego de espejos rotos. Hace siglos, yo proclamaba mi libre albedrío entre las cadenas de mi vicio. Juraba ser más libre que ningún otro ser humano. Me creía un dios sin ataduras terrenales. Me entregaba a la noche, y vivía y bebía en ella. Pensaba que la oscuridad era mi madre, y yo su vástago consentido. El día era para los esclavos, para los idiotas, para los ineptos de vida. El deber familiar y el trabajo eran para los esclavos. El honor y la dignidad se me antojaban redes para los ignorantes, abalorios amasados en la mente inferior de los idiotas. Y yo me entregaba en mi rebeldía a los excesos. Me di al libertinaje, creyendo encontrar en los abismos las sonoridades del alma, poesía de la evolución. Quizás sí, no lo voy a negar. Quizás al principio encontré belleza, quizás en algún instante fui libre. Pero no supe detenerme a tiempo. Al contrario de Orfeo, yo no supe voltear. Como aquel personaje de algún cronicón menospreciado, no supe convertirme en estatua de sal. Porque yo caía de boca, y sobre mi hombro no se abría el infierno, sino la cómplice belleza de la locura. Cuando la oquedad te llama, lo hace con hermosos cantos de sirena, y tú sigues cayendo, más y más, riendo a carcajadas, burlesco, sátiro… engañado. Y así fui lanza rota, embuchada de su propia sangre. Sangraba, sí, sangraba mi hueso, mi cartílago, mi médula, sangraba mi punta mellada, sangraba de muerte.

En un pasado remoto, en otra vida, mejor decir, tuve hogar, descendencia, salarios y maletas. Tuve la cursi felicidad. Pero no lo sabía. El vértigo del vicio, su luz de peyote, me cegaba. Una noche estalló mi cabeza. Hubo fuegos artificiales dentro de ella. Entre almohadones, rodeado de cuatro paredes, vi cómo el universo se derramaba hacia el vacío. Flotaba mi cuartucho mucilaginoso en medio de las frías corrientes del infierno, barcaza a la deriva, guiada por voluptuosas hechiceras disfrazadas de carontes con pechos apetitosos. Mi mostraban la piel desnuda, sus cavernas húmedas, sus protuberancias, pero cada vez que yo estiraba la mano, interponían sus bocas y hablaban de sus míseras existencias, poseídas por la llama perpetua del resentimiento. Amaneció y volvió a amanecer afuera. El día fue hermoso. Pero dentro de mí ardían los fuegos artificiales con un trasfondo de muro ennegrecido. No había lunas ni estrellas. Apenas sordas explosiones de locura.

Cuando logré salir, el tiempo se había enroscado sobre mi cuello y me apretaba poco a poco, taimada soga de verdugo. Llegué a mi casa. Mi mujer vomitó sus iras. Mostró sus fardos. La niña iba sobre su espalda. Huyó por la puerta, ganó la calzada y se perdió para siempre. Mi mente aletargada, asfixiada, apenas percibió la trágica grandeza del momento. Mi soledad sólo encontró compañías fantasmales. Me aferré al castigo de mis explosiones luminosas. Me hundí, me ahogué. Por fin, al cabo de un desfile de noches tan horrendas como un museo de fenómenos, me desperté. El divino néctar que había bebido, ahora era una derrame ácido que iba desde mi garganta a mi estómago. Tenía ante mí un espejo. Noté las profundas ojeras, mi cara magra, y mi nariz, o lo que quedaba de ella, se hallaba rodeada de un hongo duro y negro. Grité aterrado al ver en lo que me había convertido. Al intentar moverme, sentí los eslabones. Era mi cadena de barro seco, mi segunda piel.

Me costó siglos arrancarme aquella costra. Aún tengo partes cubiertas. Pero soy libre. Ahora recorro los senderos de esta tierra hermosa. Me dicen loco, porque veo nitidez donde hay niebla, porque veo vegetación donde gobierna la aridez, porque encuentro senderos en los bosques malditos. Soy loco y sonrío. Huyo de la muerte, le temo al crimen, abomino de la ebriedad. Soy un cobarde lleno de la valentía de la vida.

Mi vicio es la estúpida sencillez del que va tras los rastros de su inocencia perdida. Me subo a las torres caídas y respiro profundo. Me asomo a los abismos y tiemblo. Y no le aullo a la luna, tan sólo la contemplo.

Algún día encontraré a mi mujer y a mi hija, y les mostraré mi pecho de carne, mi pecho de ser humano que ya no alberga luces ni oscuridades. Sonreiré y no tendré vergüenza de los dientes que me faltan. Aquellos vacíos son el recuerdo de mi esclavitud, los estragos de la perdición.

Mientras tanto, sigo recorriendo estas tierras, contemplando la belleza de los árboles, los riachuelos cristalinos y las verdes colinas que, según muchos, existen sólo para mí.

jueves, 2 de agosto de 2007

5






Más que sentarse, el cosaco se dejó caer con todo el peso de su ebriedad. Siempre con la copa en alto, cuidando su licor. Llamó a varias mujeres, y éstas, ebrias, también se dejaron caer. Sus carcajadas fueron de brujas de bosque, brujas de niebla, brujas desnudas, tumbadas entre hojas secas, entregadas al bukkake interminable de los demonios. Luego de que todos se cansaron de la risa animal, el cosaco empezó a decir:

-Yo puedo ver a los muertos. ¡Oh, sí, yo nací con eso! Por causa de este maleficio, me encuentro aquí, entre ustedes, miserables autómatas, y no en mis queridas tierras de Ucrania. Frente a mí sólo tengo a unos malditos. Los odio, los odio pero también los quiero. De las mujeres quiero sus culos fétidos y redondos, de los hombres sus cuellos indefensos. No saben ustedes, nunca sabrán lo que es ser como yo soy. Yo vi hasta mi propio fantasma. ¡Ah, sí! Una noche, mientras caminaba pisando orgulloso el fértil chernoziom de nuestro campamento, vi a un hombre a la distancia. Aquel hombre me causó gran curiosidad, y me le acerqué. Cabe decir que, a medida que me acercaba, iba sintiendo hacia él un odio sin explicación. Lo odiaba, lo detestaba, me parecía un ser execrable. Cuando al fin estuve frente a él, caí de rodillas y empecé a llorar. Sí, yo el gran otaman de mi pueblo, amado del supremo tabor kozackihetman, yo que escuché en vida la alabanza de mis hazañas en boca de los banduristas, lloré, como una estúpida mujer, como la mujer más vaca de toda este planeta. Luego, al alzar la mirada, comprendí qué me sucedía. Yo estaba viendo mi propio fantasma. El espectro que yo seré se había presentado ante mí. Él no sabía de mi existencia, pero yo sí, yo lo estaba viendo, yo sabía que él era mi futuro más postrero. Vi en él, la herida que me causará la muerte, vi las ropas que usaré ese día, la edad que tendré, no muy lejana a la de ahora. Y no lo crearán, hermanos de miseria, no lo creerán, pero sentí lástima por él, por el espectro, no por mí. No por mí… Ah sí, yo puedo ver a los espectros. Yo vi hasta al espíritu de la Peste en persona. Estaba yo un día a las puertas de Kiev, descansando en la ladera, cuando vi pasar un fantasma que se dirigía a las puertas de la ciudad. Al verlo, tan acostumbrado ya a la presencia de aquellos seres, fiel a mi ánimo rebelde y desconfiado, me le atravesé en el camino y le increpé:

-¿Quién eres, a dónde vas?

Me respondió que era la Peste y que su destino era Kiev, donde se le había asignado cobrar la vida de quince mil hombres, y siguió su camino. Yo me quedé allí, a la sombra de un fuerte olmo, e instalé mi tienda de cacería.

Dos días después, pasó una caravana de seres famélicos, que malamente arrastraban sus bultos. En ellos, parecían llevar sus ansías de vida, que aunque grandes, persistentes, eran pesadas como peñascos de ríos. Ansias de vidas agotadas de luchar en contra de la adversidad.

Me dijeron:

-Atrás ha quedado la ciudad devastada por la Peste, y treinta mil hombres muertos. Treinta mil…

Volví a mi tienda y esperé otros días. Por fin, un atardecer, vi pasar de nuevo al espectro asesino, y le pregunté, maliciosamente, si había matado a los quince mil hombres que me había dicho.

-Sí, maté a los quince mil –me dijo.
-¡Mentirosa! –le grité apretando los puños y escupiendo a sus pies-. Has matado treinta mil.
-No –respondió ella-, yo maté quince mil. Lo demás, murieron de miedo.

No pude evitar reírme a carcajadas. Soy propenso a la risa fácil, en la tragedia y en la fortuna, en la tristeza y en la orgía. La Peste también rió junto a mí. Y yo empecé a gritarle al cielo:

-No tengo miedo, no tengo miedo, a nada le temo, a nada le temo…

martes, 31 de julio de 2007

4, inciso de 3






Soñó que amaba a la mujer. Vivía con ella en otra isla diferente, llena de luz, tibia, de aguas transparentes. Era una parte del mundo que aún no había sido descubierta por la civilización atroz.

La mujer tenía labios, pero igual no hablaba, era sumisa. Y él besaba esos labios, y le daba uso a la lengua, y se enredaban de placer, jugando a las serpientes.

Despertaban bajo la sombra de un árbol extraño que producía un fruto duro, de cuyo interior podía sacarse una carne blanca y un agua dulce, exquisita. Se bañaban desnudos en el mar. El silencio era el sonido profundo de las olas, su bostezo contra la arena. Allí, él estaba libre de pensar en la muerte. La muerte no era su fin último, y le alegraba no tener que ser un samurai.

Eran felices. Sus huellas en la arena, al atardecer; la caricia de la mujer frente a la fogata; las piernas que se subían a su pierna; los ojos melancólicos de ella; su cuerpo de aceites finos; los jugos, el sudor, el bramido del mar. Eran felices.

Quisieron una familia. Se afanaron. Ella quedó embarazada.

Desde la profundidad del bosque exótico venían animales desconocidos y les presentaban hermosos tributos. Oro, frutas, verduras, raíces, espejos. Algunos se quedaban allí, regalándose al sacrificio del hombre.

Eran felices, y el abdomen de la mujer se abultaba. Él quería tener una familia, él quiso regresar a su origen, a sus raíces, a su esencia. Quería volver a ser samurai, y una felicidad completa.

Una noche, la mujer dio a luz un hijo. Se bañaba bajo la luna, y el niño salió sin dolor alguno. Cuando lo sacó del agua, el niño tenía los ojos abiertos. Lloró sólo por cumplir el ritual, por necesidad física, para ensanchar sus pulmones. Pero no por dolor, no por miedo. Había nacido de la mejor manera, rodeado de amor.

La pareja y los animales exóticos lo cuidaron con celo. Sobre todo aquel que se hacía llamar Danta, y era hembra, y era mágica, una bruja madre. Y el niño fue creciendo bajo el cielo, las estrellas, el sol y ante el influjo benigno de las mareas. Fue creciendo abierto, desnudo, inocente. Fue creciendo animal, que era mejor que ser hombre sin razón... o de razón pervertida. Y él, el que soñaba, se sintió orgulloso. Tenía una familia, se debía a ella, volvía a practicar los principios del boshido. Estaba de vuelta, recogía sus pasos hacia la senda del samurai.

En sus sueños, sabía que soñaba, y no quería despertar.

Y la mujer de labios hermosos, la mujer silenciosa, lo miraba a lo lejos, lo veía sufrir, lloraba.

jueves, 26 de julio de 2007

tres





El cosaco se tambaleaba en aquel salón de burdel, riendo a carcajadas, como si estuviera matando. Alzaba el vaso, derramaba el licor, apretaba a una puta, le metía lengua a otra. Era un bárbaro feliz. En ocasiones como ésas, el samurai le envidiaba su vitalidad, su olvido, su entrega al goce.

Él se hallaba en el suelo, sentado con las piernas cruzadas, recto entre almohadones. Una mujer recostaba la cabeza sobre uno de sus muslos, debajo de dos de sus antiguas cicatrices. El samurai detalló a la mujer. Era hermosa. El cabello negro, recogido, el rostro maquillado con polvo de arroz. En el escote, se asomaba un seno grande, una aureola de largo diámetro, un pezón amable. Sin embargo, su traje gastado era una triste reminiscencia a la elegancia. No podía sentir más que desprecio por sus miserias. Le daba igual que estuviera viva o muerta. Era una escoria. Apartó la mirada. Estoy aquí porque me trajo la imposibilidad del sexo en el descampado, meditó. Estoy aquí para matar malamente la excitación más grande. Me ocuparé de su cuerpo, le haré un lugar a mi lujuria en la oquedad cansada de esta mujer, pero no será igual. Desde hace tiempo, el único, el verdadero orgasmo está en los cuerpos que tomo a la fuerza, allá en el bosque. La ebriedad de la fiesta, no es este vaso de krog barato o aquella mala imitación de sake. Mi sed sólo se sacia con la sangre del asalto. Estoy perdido, he ido más allá, y ahora recorro estos oscuros campos sin caminos, sin señalas, sembrado de cadáveres empalados.

A su mente acudió la imagen de la isla del horror. La niebla espesa, los árboles en el hueso, el musgo, el pantano, el aire malsano, la humedad. Se recordó sin rumbo, confundido, el sable en la mano y al borde de la desesperación. Quería gritar, quería diluviar llanto, sollozar su muerte, como un vil aldeano. Pero no, él había sido un samurai, un gran samurai. Pensó que mejor era detenerse. Se sentaría a orar, a entregarle sus últimos instantes a sus dioses familiares, a sus ancestros, para entonces darse a la daga final.

La mujer lo sacó de su propósito. Había aparecido allí, entre la niebla pesada, convertida en silueta. Luego, a medida que él se acercaba, la mujer fue recogiendo rasgos, formas definidas. Cada dibujo tomó su lugar. Menos la boca. Ahí, donde debía estar la boca, había un espacio en blanco. Aún así, la mujer era hermosa. Tenía una piel blanca, de alabastro, una piel que daba luz a aquella oscura isla; el cabello largo, negro, los ojos achinados pero grandes, y la nariz perfilada. Bajo su kimono se adivinaba un cuerpo delgado, de huesos ligeros y geometrías perfectas. Sus ojos tenían un destello hermoso, que inspiraba confianza y deseo. El samurai la siguió hasta una cueva. El lugar era limpio y tibio. Una fogata ardía en la entrada. Las paredes estaban decoradas con paños de seda en los que figuras vegetales giraban formando hermosas redes. Alfombras y almohadones ocultaban la tierra del piso. La mujer le dio de beber en una copa de madera bellamente labrada con enredaderas y flores exóticas. Pero la inocencia no tenía cabida en el pecho del samurai. No era estúpido; se sabía entre manos asesinas. No obstante, ya nada le importaba. Mejor aún si la muerte lo venía a buscar, regalándole una hora previa de belleza. Quizás luego sería horrible, quizás iba a sufrir en demasía. Pero igual hubiera muerto allá afuera. La mujer sin boca lo desnudó, ella también se deshizo de sus ropas. Su cuerpo era lo que había sospechado, perfecto, apetitoso.

Introdujo su miembro con calma en una apertura mojada, suave. Fue como atravesar una fruta pulposa. La mujer cabalgó lentamente, pero tensa, dada al placer. Ambos lo disfrutaban. Sus manos encontraron los hermosos senos, su lengua y sus dientes los pezones. El orgasmo los encontró tan entrelazados como las trepadoras que palpitaban en los vasos y las sedas. El silencio que siguió se le antojó póstumo, y le gustó, y se dijo que ahora la muerte podía hacer con él lo que quisiera. Cerró los ojos, y sin esperar nada más a cambio de la vida, se entregó. La muerte que lo despertara luego con el rostro de aquella mujer transformado en una bestia mortífera, en la horrible Yamamba, la dama del bosque japonés, caníbal insaciable.

Cuando abrió los ojos, la mujer sin boca aún estaba a su lado, hermosa, aún desnuda. Se sintió un tanto desilusionado. Sin embargo, comprobó que algo se venía: el abdomen de la mujer se mostraba irregularmente abultado. Ella lo tocaba, lo acariciaba, al tiempo que miraba al samurai con sus ojos hermosos llenos de amorosa tristeza. Una de sus manos dejó la panza con el fin de darle de beber. El samurai aceptó la copa, bebió. La mujer le acarició los cabellos, y él se fue quedando dormido.

Tras su nuevo despertar, la situación resultó muy distinta. Ya la mujer no estaba a su lado, y frente a él había una pared a la que le habían arrancado las sedas. En su lugar, se aferraba una abundante enredadera. Algo en especial llamó la atención del samurai. Entre la maraña se percibía algo extraño, una pequeña mandrágora quizás. Del centro de aquella pequeña raíz con forma humana se desprendía una especie de cordón umbilical que se separaba de la enredadera y de la pared, y seguía por el suelo hasta alcanzar la entrepierna de la mujer, que ahora yacía, delgada una vez más, a unos metros de la pared tomada por la trepadora. La mujer no apartaba la mirada de la mandrágora que se retorcía en la telaraña vegetal, creciendo de un modo inusitado.

El samurai notó que la parte superior de la mandrágora comenzaba a tomar la forma de la cabeza de un niño. En ella nacieron ojos, nariz, boca. Los ojos se abrieron, lo miraron. La nariz ensanchó sus fosas nasales. La boca habló:

-Yo soy tu hijo, ámame.

El horror se apoderó del samurai. Intentó moverse, sintió que algo lo sujetaba. Miró su cuerpo. La enredadera detenía sus piernas, sus brazos y su pecho.

El engendro-mandrágora creció hasta verse como un niño de tres años. Con sus manitas apartaba la enredadera. Buscaba salir, y finalmente lo logró. Tocó suelo y caminó. El cordón umbilical lo seguía uniendo a la mujer.

-Mamá tiene hambre, papá. Pero mamá no tiene boca.

El niño caminaba hacia él.

-Si me das de comer a mí, mamá comerá –continuó el niño, y sonrió. Todos sus dientes eran afilados colmillos-. Para eso nací, papi, para ser la boca de mamá.

El niño mordió uno de sus muslos, le arrancó un tajó y comenzó a masticar lenta, sensualmente. Más allá, la madre arqueaba el cuerpo, complacida. El samurai, inmóvil, la boca apretada, nada hacía. ¿Quiero morir?, se preguntó. ¿Debo realmente morir víctima de mi propio hijo? ¿Debo morir por causa del hambre de la mujer? ¿Debo morir destrozado por este vástago infernal?

La mujer que reposaba sobre su regazo le recordó a la caníbal sin boca. El samurai metió una mano en el escote, acarició el seno exhibicionista. Reposaba tranquilo, sereno, frío, a pesar de la mano que lo incitaba. El seno era como un animal muerto. La mano lo repudió, se apartó. La cosa muerto no conoce la sensualidad en la presión de una mano depredadora. El deseo ahorca, el deseo frota, se estruja, invoca el calor para quemarse en su delicia, y nunca se complace en la rapiña.

Su quietud, su concentración, su falta de anhelo por la vida, le entregaron la salvaguarda. No le importaba la muerte, no le importaba un final horrendo, pero tampoco estaba de acuerdo con un final burlesco y atroz. No se dejaría llevar por la deshonra, su propio semen no sería su asesino, ni la caricatura de una mujer sin boca tendría el honor de arrebarle la historia de sus días.

Sobre su cuerpo hierático, las sogas vegetales aflojaban la vigilia. Su corteza cerebral se le antojó una nuez primitiva. A pesar de la siguiente mordida, él se mantuvo impávido y se entregó al vacío del zen. El niño masticaba una vez más, la madre se retorcía en la delicia, él se sumía en la muerte falsa, y los brazos de la enredadera cedían. Cuando dejó de sentirlos, cuando ya casi eran animales sin vida sobre su cuerpo, el samurai estalló. El nagako de su katana no estuvo lejos. Un silbido sacudió la penumbra. El triángulo mortal, la cabeza de la muerte, el kissaki, alcanzó el cuello del niño, y la línea perfecta del hammon le siguió en el vuelo. La sangre brotó verde y la cabeza del pequeño monstruo rebotó hacia la oscuridad. El cuerpo trastabilló, convertido en fuente desquiciada. El samurai lo siguió y se lanzó contra el cordón. Al saberse separada de su vástago, la mujer empezó a temblar, paroxística. Sus ojos desorbitados escupieron un brillo rojo. Se puso en pie, el samurai no le dio tiempo a nada más. La hoja rasgó su pecho, una, dos veces. Después regresó para partirla por la mitad. La parte superior cayó y continuó sacudiéndose. En la cabeza, los ojos lanzaban maldiciones. Las piernas se fueron contra el samurai; antes de que pudieran alcanzarlo, él pateó la zona del pubis y aquella parte de la mujer cayó hacia atrás. El fragmento superior, al ver que las piernas se encontraban a cierta distancia, intentó alcanzarlas. Sus manos se cerraban y se abrían, los brazos se doblaban, intentando desplazamiento. La mujer logró arrimarse unos cuentos centímetros y allí se quedó, inerte, muerta al fin. El cuerpo del niño se golpeaba una y otra vez contra la pared de la enredadera. Luego de unos segundos, cedió y también se dejó caer. No quería saber de la cabeza. Que siguiera oculta en la oscuridad, a ella pertenecía, antes de su nacimiento, ahora en su muerte.

Aquellos recuerdos le trajeron una extraña erección. No estaba orgulloso de ella, pero debía aprovecharla. Su mano volvió a buscar el seno frío de la mujer, apretó como si estrangulara con intenciones homicidas. La mujer chilló, alzó la mirada; en sus ojos había miedo. El samurai le mostró su verga erecta que salía entre los pliegues de la bata. Tomó a la mujer por la nuca y llevó su cabeza hacia el palo alzado. El samurai sonrió, la sangre bombeaba aún con más fuerza. Le había gustado el miedo en los ojos de la mujer. Él, él no tenía miedo.

lunes, 23 de julio de 2007

dos






Salió antes de que el sol comenzara a calentar las hojas del bosque. A esa hora el caserío era un despojo. La noche y sus luces disfrazan la miseria, pensó Lucrecia. “Por eso los burdeles viven en la oscuridad.

Había tenido una faena activa. Veinte hombres de los pueblos aledaños, veinte cuerpos caníbales y sus gusanos cavernosos. Ella abría las piernas, se movía, susurraba, lamía. Era una maestra en el arte, era la reina de las putas. Y pensar que había matado por las mismas razones.

Lucrecia no sabía hacer otra cosa. Desde pequeña la violencia del sexo había socavado su entrepierna. Desde entonces el miedo había comenzado a empozarse en el represa de su cuerpo. Primero fueron los hombres de casa. El padre, los hermanos. Su madre había partido hacía años. Huyó sí, y la dejó sola con todo aquel chorro de miedo abierto sobre su cuerpo de niña. Una noche, el padre borracho le dio entrada a otros borrachos, y se las ofreció como divertimento. El miedo fue entonces una catarata ardiente, que se acumulaba en un lago sin muros.

El padre encontró divertido el asunto; lo convirtió en negocio. Los ebrios le pagaban unas cuantas monedas, y él los mandaba a la habitación donde la tenía con el tobillo sujeto a una columna, acostada sobre una sucia tela. No sabía el padre que Lucrecia también obtenía un pago a cambio. Ni siquiera la pequeña sabía entonces que le pagaban con miedo. Con ese miedo que ella se tragaba, y almacenaba sin estar conciente de lo que hacía o de lo que ocurría en su interior.

Una noche, el padre entró tan borracho como siempre. Necesitaba descargarse. La golpeó, la insultó, lloró sobre ella y la penetró. Mientras el padre se movía sobre ella, entraron los hermanos, y más atrás otros borrachos. Eran muchos, demasiados. Ella comenzó a gritar. Ellos reían.

Y entonces Lucrecia lo sacó, todo aquel miedo acumulado.

Lo dejó escapar por cada uno de sus poros, lo dejó estallar, lo arrojó contra el techo. Ella lo vio, era negro y también brillante, luminiscente, horrendo pero hermoso. Lucrecia amó todo aquel miedo, y el miedo la amó a ella, y con todo aquel amor convertido en furia, el miedo se lanzó sobre su cuerpo de niña triste. El miedo y Lucrecia fueron uno, y ya los hombres no pudieron estar sobre ella, porque los asaltó el miedo. Saltaron, retrocedieron, se amontonaron en una esquina. Lucrecia se puso de pie, sonrió, abrió la boca, y su boca vomitó llamaradas de miedo. Los hombres gritaron, temblaron, rasgaron las paredes, sus ropas, sus carnes y murieron. Murieron de miedo.

Desde entonces, Lucrecia y el miedo caminaban juntos por aquellas tierras grises y peligrosas. Le gustaba llevar el miedo, poder sacarlo cada vez que lo deseaba. Le gustaba matar a los enfermos de sexo.




El caserío ya estaba lejos, el camino apenas se marcaba. Lucrecia escuchó los gritos. Sabía que no le aguardaban sorpresas. Se desvió de la ruta, se internó en la espesura. Los vagabundos estaban sobre las niñas. Lucrecia se detuvo a escasos metros, a espaldas de los delincuentes. Cerró los ojos y comenzó a disparar olas de miedo. Los hombres lo sintieron, y se pusieron de pie de un salto. El miedo les picaba como un enjambre de abejas. Las niñas también sentían sus punzadas. Voltearon a verla. Todos, los hombres, las niñas. Al verla, descubrieron el rostro más espantoso que ni siquiera hubieran podido concebir en sus peores pesadillas. Se estremecieron, se llevaron las manos a los ojos, intentaron arrancárselos. Se orinaron, se cagaron. Cayeron al suelo, se sacudieron en espasmos… murieron. Los hombres, y las niñas ante las que había intercedido. Ellas eran un sacrificio necesario. Su miedo iba para todos los presentes. Eso no lo podía controlar. Pero los violadores ya no seguirían regando su mal por el mundo, y eso era lo que importaba. Las niñas eran apenas una baja de guerra.

Lucrecia volvió sobre sus pasos. Iba satisfecha de su propio acto de justicia. Satisfecha de la venganza de su miedo. Las niñas, las niñas sabrían perdonarla en otra vida… si acaso existía otra. Se soltó el largo cabello negro. Lucrecia era hermosa, Lucrecia resplandecía.

Ya estaba de vuelta sobre el camino, aquel sendero que apenas se adivinaba. ¿Habrá alguien en el mundo que no te tenga miedo, Lucrecia?, se preguntó. En alguna parte debe estar, se dijo. Aquel que no me tiene miedo, ése debe ser mi enemigo. No siguió pensando. No quería llegar más allá, ni traspasar esa frontera. Evitaba una terrible verdad: que su viaje sin destino era una búsqueda. A Lucrecia, la movía el ansia de su enemigo. Sólo eso. Desde hacía años, era sólo eso.

uno





El bosque siempre ha sido erótico. La sangre también. El cosaco y el samurai aguardaban para entrar al círculo ajeno con el fin de saciar sus ansias erectas entre heridas frescas y carnes vivas, palpitantes y turgentes. Un juego de muerte y vida peligroso, soez, demente. Así cazaban, así vivían. Esa era su huella anónima, su herencia terrena.

Aullaron como lobos, el enemigo tembló en las tiendas. El cosaco y el samurai rascaron el escozor placentero que se alzaba combativo entre sus piernas. Querían ver sangre. Querían, asomado entre los destellos de la candela, el solaz del miedo en el rostro enemigo. Era un pequeño campamento bien apertrechado. Habría comida y oro para rato. Y mujeres, el premio mayor.

Volvieron a aullar, callaron. La noche le devolvió el siseo de los metales, su brillo sonoro. Aguardaron unos instantes más y se lanzaron hacia los caballos. Cortaron sus riendas, los azotaron. Los caballos huyeron y ellos siguieron hacia la fogata que restallaba el sonido de sus propios horrores. Los del campamento se les vinieron encima, ellos ondearon sus blancas cortantes. El cosaco fue el primero en hacer brotar sangre. Su rostro se pintó de rojo, bebió. Sus carcajadas concitaban un miedo mayor que los aullidos. El samurai rebanó sin piedad, mudo, mecánico. Batieron la primera andanada, y apuntaron sus pasos hacia la tienda más grande. En la entrada aguardaba un contingente un poco más experimentando. Sin embargo, el esfuerzo no fue grande. Los cuerpos cayeron, y ellos entraron. El noble aguardaba en el centro. Era un joven hermoso, altivo. Mostraba la frente pero le temblaba la mirada. El odio del cosaco no le dio tiempo para finales gloriosos, se le fue por detrás y lo degolló. El noble cayó de rodillas, el cosaco lo pateó.

Salieron de nuevo al centro de campamento. La muerte había decretado un largo minuto de silencio, rezumando sus vapores sobre la alfombra verde teñida de rojo. Buscaron en las tiendas de campaña. Anhelaban carne caliente y sabrosa, vaginas mojadas de miedo. Encontraron a las mujeres degolladas. El cosaco, encolerizado, meó sobre los suaves cuerpos. El samurai salió y se sentó en el descampado, junto a la hoguera moribunda. Por lo menos había comida y oro para asegurarse el sustento por unas semanas, de eso estaba seguro. El cosaco salió. Un jovencito se arrastraba por la tierra. Estaba vivo, y seguro viviría para contarlo. Aún lleno de ira por causa del celibato forzoso impuesto en la última jugada de sus víctimas, el cosaco le bajó los pantalones. Él hizo lo mismo y lo penetró. El joven gritaba de dolor, el cosaco se sacudía y amasaba la espalda del otro con la sangre que brotaba de la herida que quizás él mismo le había dibujado. El samurai cerró los ojos y pensó en los viejos tiempos, incluso siendo ronin había sido feliz. Ahora, que no era nada, ahora que vivía en una tierra extraña, y que debía andar con un maldito cosaco que quién sabe en qué momento podía voltearse en su contra, ahora la vida era una mierda, una definitiva mierda.