La libertad no se puede reducir a tres o cuatro chifladuras de boca, o a teorías ligeras de salón de masajes. La libertad es una confusa prisión de ideas, una cebolla de circunstancias, un juego de espejos rotos. Hace siglos, yo proclamaba mi libre albedrío entre las cadenas de mi vicio. Juraba ser más libre que ningún otro ser humano. Me creía un dios sin ataduras terrenales. Me entregaba a la noche, y vivía y bebía en ella. Pensaba que la oscuridad era mi madre, y yo su vástago consentido. El día era para los esclavos, para los idiotas, para los ineptos de vida. El deber familiar y el trabajo eran para los esclavos. El honor y la dignidad se me antojaban redes para los ignorantes, abalorios amasados en la mente inferior de los idiotas. Y yo me entregaba en mi rebeldía a los excesos. Me di al libertinaje, creyendo encontrar en los abismos las sonoridades del alma, poesía de la evolución. Quizás sí, no lo voy a negar. Quizás al principio encontré belleza, quizás en algún instante fui libre. Pero no supe detenerme a tiempo. Al contrario de Orfeo, yo no supe voltear. Como aquel personaje de algún cronicón menospreciado, no supe convertirme en estatua de sal. Porque yo caía de boca, y sobre mi hombro no se abría el infierno, sino la cómplice belleza de la locura. Cuando la oquedad te llama, lo hace con hermosos cantos de sirena, y tú sigues cayendo, más y más, riendo a carcajadas, burlesco, sátiro… engañado. Y así fui lanza rota, embuchada de su propia sangre. Sangraba, sí, sangraba mi hueso, mi cartílago, mi médula, sangraba mi punta mellada, sangraba de muerte.
En un pasado remoto, en otra vida, mejor decir, tuve hogar, descendencia, salarios y maletas. Tuve la cursi felicidad. Pero no lo sabía. El vértigo del vicio, su luz de peyote, me cegaba. Una noche estalló mi cabeza. Hubo fuegos artificiales dentro de ella. Entre almohadones, rodeado de cuatro paredes, vi cómo el universo se derramaba hacia el vacío. Flotaba mi cuartucho mucilaginoso en medio de las frías corrientes del infierno, barcaza a la deriva, guiada por voluptuosas hechiceras disfrazadas de carontes con pechos apetitosos. Mi mostraban la piel desnuda, sus cavernas húmedas, sus protuberancias, pero cada vez que yo estiraba la mano, interponían sus bocas y hablaban de sus míseras existencias, poseídas por la llama perpetua del resentimiento. Amaneció y volvió a amanecer afuera. El día fue hermoso. Pero dentro de mí ardían los fuegos artificiales con un trasfondo de muro ennegrecido. No había lunas ni estrellas. Apenas sordas explosiones de locura.
Cuando logré salir, el tiempo se había enroscado sobre mi cuello y me apretaba poco a poco, taimada soga de verdugo. Llegué a mi casa. Mi mujer vomitó sus iras. Mostró sus fardos. La niña iba sobre su espalda. Huyó por la puerta, ganó la calzada y se perdió para siempre. Mi mente aletargada, asfixiada, apenas percibió la trágica grandeza del momento. Mi soledad sólo encontró compañías fantasmales. Me aferré al castigo de mis explosiones luminosas. Me hundí, me ahogué. Por fin, al cabo de un desfile de noches tan horrendas como un museo de fenómenos, me desperté. El divino néctar que había bebido, ahora era una derrame ácido que iba desde mi garganta a mi estómago. Tenía ante mí un espejo. Noté las profundas ojeras, mi cara magra, y mi nariz, o lo que quedaba de ella, se hallaba rodeada de un hongo duro y negro. Grité aterrado al ver en lo que me había convertido. Al intentar moverme, sentí los eslabones. Era mi cadena de barro seco, mi segunda piel.
Me costó siglos arrancarme aquella costra. Aún tengo partes cubiertas. Pero soy libre. Ahora recorro los senderos de esta tierra hermosa. Me dicen loco, porque veo nitidez donde hay niebla, porque veo vegetación donde gobierna la aridez, porque encuentro senderos en los bosques malditos. Soy loco y sonrío. Huyo de la muerte, le temo al crimen, abomino de la ebriedad. Soy un cobarde lleno de la valentía de la vida.
Mi vicio es la estúpida sencillez del que va tras los rastros de su inocencia perdida. Me subo a las torres caídas y respiro profundo. Me asomo a los abismos y tiemblo. Y no le aullo a la luna, tan sólo la contemplo.
Algún día encontraré a mi mujer y a mi hija, y les mostraré mi pecho de carne, mi pecho de ser humano que ya no alberga luces ni oscuridades. Sonreiré y no tendré vergüenza de los dientes que me faltan. Aquellos vacíos son el recuerdo de mi esclavitud, los estragos de la perdición.
Mientras tanto, sigo recorriendo estas tierras, contemplando la belleza de los árboles, los riachuelos cristalinos y las verdes colinas que, según muchos, existen sólo para mí.