jueves, 26 de julio de 2007

tres





El cosaco se tambaleaba en aquel salón de burdel, riendo a carcajadas, como si estuviera matando. Alzaba el vaso, derramaba el licor, apretaba a una puta, le metía lengua a otra. Era un bárbaro feliz. En ocasiones como ésas, el samurai le envidiaba su vitalidad, su olvido, su entrega al goce.

Él se hallaba en el suelo, sentado con las piernas cruzadas, recto entre almohadones. Una mujer recostaba la cabeza sobre uno de sus muslos, debajo de dos de sus antiguas cicatrices. El samurai detalló a la mujer. Era hermosa. El cabello negro, recogido, el rostro maquillado con polvo de arroz. En el escote, se asomaba un seno grande, una aureola de largo diámetro, un pezón amable. Sin embargo, su traje gastado era una triste reminiscencia a la elegancia. No podía sentir más que desprecio por sus miserias. Le daba igual que estuviera viva o muerta. Era una escoria. Apartó la mirada. Estoy aquí porque me trajo la imposibilidad del sexo en el descampado, meditó. Estoy aquí para matar malamente la excitación más grande. Me ocuparé de su cuerpo, le haré un lugar a mi lujuria en la oquedad cansada de esta mujer, pero no será igual. Desde hace tiempo, el único, el verdadero orgasmo está en los cuerpos que tomo a la fuerza, allá en el bosque. La ebriedad de la fiesta, no es este vaso de krog barato o aquella mala imitación de sake. Mi sed sólo se sacia con la sangre del asalto. Estoy perdido, he ido más allá, y ahora recorro estos oscuros campos sin caminos, sin señalas, sembrado de cadáveres empalados.

A su mente acudió la imagen de la isla del horror. La niebla espesa, los árboles en el hueso, el musgo, el pantano, el aire malsano, la humedad. Se recordó sin rumbo, confundido, el sable en la mano y al borde de la desesperación. Quería gritar, quería diluviar llanto, sollozar su muerte, como un vil aldeano. Pero no, él había sido un samurai, un gran samurai. Pensó que mejor era detenerse. Se sentaría a orar, a entregarle sus últimos instantes a sus dioses familiares, a sus ancestros, para entonces darse a la daga final.

La mujer lo sacó de su propósito. Había aparecido allí, entre la niebla pesada, convertida en silueta. Luego, a medida que él se acercaba, la mujer fue recogiendo rasgos, formas definidas. Cada dibujo tomó su lugar. Menos la boca. Ahí, donde debía estar la boca, había un espacio en blanco. Aún así, la mujer era hermosa. Tenía una piel blanca, de alabastro, una piel que daba luz a aquella oscura isla; el cabello largo, negro, los ojos achinados pero grandes, y la nariz perfilada. Bajo su kimono se adivinaba un cuerpo delgado, de huesos ligeros y geometrías perfectas. Sus ojos tenían un destello hermoso, que inspiraba confianza y deseo. El samurai la siguió hasta una cueva. El lugar era limpio y tibio. Una fogata ardía en la entrada. Las paredes estaban decoradas con paños de seda en los que figuras vegetales giraban formando hermosas redes. Alfombras y almohadones ocultaban la tierra del piso. La mujer le dio de beber en una copa de madera bellamente labrada con enredaderas y flores exóticas. Pero la inocencia no tenía cabida en el pecho del samurai. No era estúpido; se sabía entre manos asesinas. No obstante, ya nada le importaba. Mejor aún si la muerte lo venía a buscar, regalándole una hora previa de belleza. Quizás luego sería horrible, quizás iba a sufrir en demasía. Pero igual hubiera muerto allá afuera. La mujer sin boca lo desnudó, ella también se deshizo de sus ropas. Su cuerpo era lo que había sospechado, perfecto, apetitoso.

Introdujo su miembro con calma en una apertura mojada, suave. Fue como atravesar una fruta pulposa. La mujer cabalgó lentamente, pero tensa, dada al placer. Ambos lo disfrutaban. Sus manos encontraron los hermosos senos, su lengua y sus dientes los pezones. El orgasmo los encontró tan entrelazados como las trepadoras que palpitaban en los vasos y las sedas. El silencio que siguió se le antojó póstumo, y le gustó, y se dijo que ahora la muerte podía hacer con él lo que quisiera. Cerró los ojos, y sin esperar nada más a cambio de la vida, se entregó. La muerte que lo despertara luego con el rostro de aquella mujer transformado en una bestia mortífera, en la horrible Yamamba, la dama del bosque japonés, caníbal insaciable.

Cuando abrió los ojos, la mujer sin boca aún estaba a su lado, hermosa, aún desnuda. Se sintió un tanto desilusionado. Sin embargo, comprobó que algo se venía: el abdomen de la mujer se mostraba irregularmente abultado. Ella lo tocaba, lo acariciaba, al tiempo que miraba al samurai con sus ojos hermosos llenos de amorosa tristeza. Una de sus manos dejó la panza con el fin de darle de beber. El samurai aceptó la copa, bebió. La mujer le acarició los cabellos, y él se fue quedando dormido.

Tras su nuevo despertar, la situación resultó muy distinta. Ya la mujer no estaba a su lado, y frente a él había una pared a la que le habían arrancado las sedas. En su lugar, se aferraba una abundante enredadera. Algo en especial llamó la atención del samurai. Entre la maraña se percibía algo extraño, una pequeña mandrágora quizás. Del centro de aquella pequeña raíz con forma humana se desprendía una especie de cordón umbilical que se separaba de la enredadera y de la pared, y seguía por el suelo hasta alcanzar la entrepierna de la mujer, que ahora yacía, delgada una vez más, a unos metros de la pared tomada por la trepadora. La mujer no apartaba la mirada de la mandrágora que se retorcía en la telaraña vegetal, creciendo de un modo inusitado.

El samurai notó que la parte superior de la mandrágora comenzaba a tomar la forma de la cabeza de un niño. En ella nacieron ojos, nariz, boca. Los ojos se abrieron, lo miraron. La nariz ensanchó sus fosas nasales. La boca habló:

-Yo soy tu hijo, ámame.

El horror se apoderó del samurai. Intentó moverse, sintió que algo lo sujetaba. Miró su cuerpo. La enredadera detenía sus piernas, sus brazos y su pecho.

El engendro-mandrágora creció hasta verse como un niño de tres años. Con sus manitas apartaba la enredadera. Buscaba salir, y finalmente lo logró. Tocó suelo y caminó. El cordón umbilical lo seguía uniendo a la mujer.

-Mamá tiene hambre, papá. Pero mamá no tiene boca.

El niño caminaba hacia él.

-Si me das de comer a mí, mamá comerá –continuó el niño, y sonrió. Todos sus dientes eran afilados colmillos-. Para eso nací, papi, para ser la boca de mamá.

El niño mordió uno de sus muslos, le arrancó un tajó y comenzó a masticar lenta, sensualmente. Más allá, la madre arqueaba el cuerpo, complacida. El samurai, inmóvil, la boca apretada, nada hacía. ¿Quiero morir?, se preguntó. ¿Debo realmente morir víctima de mi propio hijo? ¿Debo morir por causa del hambre de la mujer? ¿Debo morir destrozado por este vástago infernal?

La mujer que reposaba sobre su regazo le recordó a la caníbal sin boca. El samurai metió una mano en el escote, acarició el seno exhibicionista. Reposaba tranquilo, sereno, frío, a pesar de la mano que lo incitaba. El seno era como un animal muerto. La mano lo repudió, se apartó. La cosa muerto no conoce la sensualidad en la presión de una mano depredadora. El deseo ahorca, el deseo frota, se estruja, invoca el calor para quemarse en su delicia, y nunca se complace en la rapiña.

Su quietud, su concentración, su falta de anhelo por la vida, le entregaron la salvaguarda. No le importaba la muerte, no le importaba un final horrendo, pero tampoco estaba de acuerdo con un final burlesco y atroz. No se dejaría llevar por la deshonra, su propio semen no sería su asesino, ni la caricatura de una mujer sin boca tendría el honor de arrebarle la historia de sus días.

Sobre su cuerpo hierático, las sogas vegetales aflojaban la vigilia. Su corteza cerebral se le antojó una nuez primitiva. A pesar de la siguiente mordida, él se mantuvo impávido y se entregó al vacío del zen. El niño masticaba una vez más, la madre se retorcía en la delicia, él se sumía en la muerte falsa, y los brazos de la enredadera cedían. Cuando dejó de sentirlos, cuando ya casi eran animales sin vida sobre su cuerpo, el samurai estalló. El nagako de su katana no estuvo lejos. Un silbido sacudió la penumbra. El triángulo mortal, la cabeza de la muerte, el kissaki, alcanzó el cuello del niño, y la línea perfecta del hammon le siguió en el vuelo. La sangre brotó verde y la cabeza del pequeño monstruo rebotó hacia la oscuridad. El cuerpo trastabilló, convertido en fuente desquiciada. El samurai lo siguió y se lanzó contra el cordón. Al saberse separada de su vástago, la mujer empezó a temblar, paroxística. Sus ojos desorbitados escupieron un brillo rojo. Se puso en pie, el samurai no le dio tiempo a nada más. La hoja rasgó su pecho, una, dos veces. Después regresó para partirla por la mitad. La parte superior cayó y continuó sacudiéndose. En la cabeza, los ojos lanzaban maldiciones. Las piernas se fueron contra el samurai; antes de que pudieran alcanzarlo, él pateó la zona del pubis y aquella parte de la mujer cayó hacia atrás. El fragmento superior, al ver que las piernas se encontraban a cierta distancia, intentó alcanzarlas. Sus manos se cerraban y se abrían, los brazos se doblaban, intentando desplazamiento. La mujer logró arrimarse unos cuentos centímetros y allí se quedó, inerte, muerta al fin. El cuerpo del niño se golpeaba una y otra vez contra la pared de la enredadera. Luego de unos segundos, cedió y también se dejó caer. No quería saber de la cabeza. Que siguiera oculta en la oscuridad, a ella pertenecía, antes de su nacimiento, ahora en su muerte.

Aquellos recuerdos le trajeron una extraña erección. No estaba orgulloso de ella, pero debía aprovecharla. Su mano volvió a buscar el seno frío de la mujer, apretó como si estrangulara con intenciones homicidas. La mujer chilló, alzó la mirada; en sus ojos había miedo. El samurai le mostró su verga erecta que salía entre los pliegues de la bata. Tomó a la mujer por la nuca y llevó su cabeza hacia el palo alzado. El samurai sonrió, la sangre bombeaba aún con más fuerza. Le había gustado el miedo en los ojos de la mujer. Él, él no tenía miedo.

1 comentario:

Maria D. Torres dijo...

Devolviendo la visita. Leídos 1, 2 y 3. Me atrapaste.
Sexo, muerte... miedo.
Tánatos, ese impulso vital, la otra cara de Eros que a tantos les cuesta mirar a la cara. Muy buenos. Espero el 4.