lunes, 23 de julio de 2007

dos






Salió antes de que el sol comenzara a calentar las hojas del bosque. A esa hora el caserío era un despojo. La noche y sus luces disfrazan la miseria, pensó Lucrecia. “Por eso los burdeles viven en la oscuridad.

Había tenido una faena activa. Veinte hombres de los pueblos aledaños, veinte cuerpos caníbales y sus gusanos cavernosos. Ella abría las piernas, se movía, susurraba, lamía. Era una maestra en el arte, era la reina de las putas. Y pensar que había matado por las mismas razones.

Lucrecia no sabía hacer otra cosa. Desde pequeña la violencia del sexo había socavado su entrepierna. Desde entonces el miedo había comenzado a empozarse en el represa de su cuerpo. Primero fueron los hombres de casa. El padre, los hermanos. Su madre había partido hacía años. Huyó sí, y la dejó sola con todo aquel chorro de miedo abierto sobre su cuerpo de niña. Una noche, el padre borracho le dio entrada a otros borrachos, y se las ofreció como divertimento. El miedo fue entonces una catarata ardiente, que se acumulaba en un lago sin muros.

El padre encontró divertido el asunto; lo convirtió en negocio. Los ebrios le pagaban unas cuantas monedas, y él los mandaba a la habitación donde la tenía con el tobillo sujeto a una columna, acostada sobre una sucia tela. No sabía el padre que Lucrecia también obtenía un pago a cambio. Ni siquiera la pequeña sabía entonces que le pagaban con miedo. Con ese miedo que ella se tragaba, y almacenaba sin estar conciente de lo que hacía o de lo que ocurría en su interior.

Una noche, el padre entró tan borracho como siempre. Necesitaba descargarse. La golpeó, la insultó, lloró sobre ella y la penetró. Mientras el padre se movía sobre ella, entraron los hermanos, y más atrás otros borrachos. Eran muchos, demasiados. Ella comenzó a gritar. Ellos reían.

Y entonces Lucrecia lo sacó, todo aquel miedo acumulado.

Lo dejó escapar por cada uno de sus poros, lo dejó estallar, lo arrojó contra el techo. Ella lo vio, era negro y también brillante, luminiscente, horrendo pero hermoso. Lucrecia amó todo aquel miedo, y el miedo la amó a ella, y con todo aquel amor convertido en furia, el miedo se lanzó sobre su cuerpo de niña triste. El miedo y Lucrecia fueron uno, y ya los hombres no pudieron estar sobre ella, porque los asaltó el miedo. Saltaron, retrocedieron, se amontonaron en una esquina. Lucrecia se puso de pie, sonrió, abrió la boca, y su boca vomitó llamaradas de miedo. Los hombres gritaron, temblaron, rasgaron las paredes, sus ropas, sus carnes y murieron. Murieron de miedo.

Desde entonces, Lucrecia y el miedo caminaban juntos por aquellas tierras grises y peligrosas. Le gustaba llevar el miedo, poder sacarlo cada vez que lo deseaba. Le gustaba matar a los enfermos de sexo.




El caserío ya estaba lejos, el camino apenas se marcaba. Lucrecia escuchó los gritos. Sabía que no le aguardaban sorpresas. Se desvió de la ruta, se internó en la espesura. Los vagabundos estaban sobre las niñas. Lucrecia se detuvo a escasos metros, a espaldas de los delincuentes. Cerró los ojos y comenzó a disparar olas de miedo. Los hombres lo sintieron, y se pusieron de pie de un salto. El miedo les picaba como un enjambre de abejas. Las niñas también sentían sus punzadas. Voltearon a verla. Todos, los hombres, las niñas. Al verla, descubrieron el rostro más espantoso que ni siquiera hubieran podido concebir en sus peores pesadillas. Se estremecieron, se llevaron las manos a los ojos, intentaron arrancárselos. Se orinaron, se cagaron. Cayeron al suelo, se sacudieron en espasmos… murieron. Los hombres, y las niñas ante las que había intercedido. Ellas eran un sacrificio necesario. Su miedo iba para todos los presentes. Eso no lo podía controlar. Pero los violadores ya no seguirían regando su mal por el mundo, y eso era lo que importaba. Las niñas eran apenas una baja de guerra.

Lucrecia volvió sobre sus pasos. Iba satisfecha de su propio acto de justicia. Satisfecha de la venganza de su miedo. Las niñas, las niñas sabrían perdonarla en otra vida… si acaso existía otra. Se soltó el largo cabello negro. Lucrecia era hermosa, Lucrecia resplandecía.

Ya estaba de vuelta sobre el camino, aquel sendero que apenas se adivinaba. ¿Habrá alguien en el mundo que no te tenga miedo, Lucrecia?, se preguntó. En alguna parte debe estar, se dijo. Aquel que no me tiene miedo, ése debe ser mi enemigo. No siguió pensando. No quería llegar más allá, ni traspasar esa frontera. Evitaba una terrible verdad: que su viaje sin destino era una búsqueda. A Lucrecia, la movía el ansia de su enemigo. Sólo eso. Desde hacía años, era sólo eso.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

El miedo, el miedo auténtico, no admite hipocresías, el mío es antisocial, desadaptado, irreverente.
Crack, también se rompe.
Saludos desde artecomestible
caro

Mariuska Arapé dijo...

el viaje y el miedo...siempre hacia uno mismo...
Saludos de la fumatrice