lunes, 23 de julio de 2007

uno





El bosque siempre ha sido erótico. La sangre también. El cosaco y el samurai aguardaban para entrar al círculo ajeno con el fin de saciar sus ansias erectas entre heridas frescas y carnes vivas, palpitantes y turgentes. Un juego de muerte y vida peligroso, soez, demente. Así cazaban, así vivían. Esa era su huella anónima, su herencia terrena.

Aullaron como lobos, el enemigo tembló en las tiendas. El cosaco y el samurai rascaron el escozor placentero que se alzaba combativo entre sus piernas. Querían ver sangre. Querían, asomado entre los destellos de la candela, el solaz del miedo en el rostro enemigo. Era un pequeño campamento bien apertrechado. Habría comida y oro para rato. Y mujeres, el premio mayor.

Volvieron a aullar, callaron. La noche le devolvió el siseo de los metales, su brillo sonoro. Aguardaron unos instantes más y se lanzaron hacia los caballos. Cortaron sus riendas, los azotaron. Los caballos huyeron y ellos siguieron hacia la fogata que restallaba el sonido de sus propios horrores. Los del campamento se les vinieron encima, ellos ondearon sus blancas cortantes. El cosaco fue el primero en hacer brotar sangre. Su rostro se pintó de rojo, bebió. Sus carcajadas concitaban un miedo mayor que los aullidos. El samurai rebanó sin piedad, mudo, mecánico. Batieron la primera andanada, y apuntaron sus pasos hacia la tienda más grande. En la entrada aguardaba un contingente un poco más experimentando. Sin embargo, el esfuerzo no fue grande. Los cuerpos cayeron, y ellos entraron. El noble aguardaba en el centro. Era un joven hermoso, altivo. Mostraba la frente pero le temblaba la mirada. El odio del cosaco no le dio tiempo para finales gloriosos, se le fue por detrás y lo degolló. El noble cayó de rodillas, el cosaco lo pateó.

Salieron de nuevo al centro de campamento. La muerte había decretado un largo minuto de silencio, rezumando sus vapores sobre la alfombra verde teñida de rojo. Buscaron en las tiendas de campaña. Anhelaban carne caliente y sabrosa, vaginas mojadas de miedo. Encontraron a las mujeres degolladas. El cosaco, encolerizado, meó sobre los suaves cuerpos. El samurai salió y se sentó en el descampado, junto a la hoguera moribunda. Por lo menos había comida y oro para asegurarse el sustento por unas semanas, de eso estaba seguro. El cosaco salió. Un jovencito se arrastraba por la tierra. Estaba vivo, y seguro viviría para contarlo. Aún lleno de ira por causa del celibato forzoso impuesto en la última jugada de sus víctimas, el cosaco le bajó los pantalones. Él hizo lo mismo y lo penetró. El joven gritaba de dolor, el cosaco se sacudía y amasaba la espalda del otro con la sangre que brotaba de la herida que quizás él mismo le había dibujado. El samurai cerró los ojos y pensó en los viejos tiempos, incluso siendo ronin había sido feliz. Ahora, que no era nada, ahora que vivía en una tierra extraña, y que debía andar con un maldito cosaco que quién sabe en qué momento podía voltearse en su contra, ahora la vida era una mierda, una definitiva mierda.

1 comentario:

La Gata Insomne dijo...

Hola Aldo
me cesta mucho entrar a internet, no decaigas por no tener comentarios, tus textos son muy buenos, con paciencia de Gata vendré urgaré y comentaré.

saludos